Para algunos era un Dios, para otros, el mismísimo demonio. En la cancha, un genio de la pelota. Ya lo dijeron: aunque no se murió el fútbol, sí una parte de él. Porque con Diego se va la ternura para tocar una pelota, la maestría y la rapidez de un pase como el que le dio a Caniggia para que le meta un gol a Camerún, la genialidad para llevarse a medio equipo inglés en un mundial y lograr el gol más hermoso del mundo y de la historia, porque ese gol lo gritó el planeta entero y podemos seguir viéndolo y volver a gritar de nuevo como Víctor Hugo Morales, aquel gol inmortal que sólo Diego pudo lograrlo o meter un gol con la mano, de chalaca, de tiro libre, de cabeza, con la rodilla, un gol olímpico, a la hora final de un campeonato y gritarlo siempre con la hinchada, con el pueblo futbolero que lo idolatró toda su vida.
Con esa zurda de oro hizo lo que le dio la gana en una cancha, levantó copas, campeonatos, también las perdió y lloró, le hizo campeón al Boca, al Barcelona, a Nápoles en Italia y campeón del mundo a la selección argentina. También le dijo de todo a la FIFA, a la Asociación de Fútbol Argentino (AFA), les llamó mafiosos y ladrones, le insultó al Papa, a los reyes de España, a los gobernantes más poderosos del mundo y se abrazó con Fidel, con Evo, con Lula, con Chávez, con Pepe Mujica y con los Kirchner, tenía al Che en el brazo y en el corazón y dijo que era zurdo, no solo para la pelota, sino también por sus ideas y creo que fue solo por joder.
Maradona fue un rebelde, con causas y sin causas. Dijo lo que pensaba, lo que soñaba, sin tapujos. Se equivocó mil veces, pidió perdón, se peleó con sus amigos, se volvió a reconciliar. Comió, bebió, se enfermó con la cocaína, volvió a la cancha de entrenador, cantó con la negra Mercedes Sosa, escribió un libro, cantó su propia canción, grabó una película, estaba en la televisión día y noche, era portada de todas las revistas del mundo, gritó, saltó de alegría, de fanatismo o porque se había pasado de una dosis de alcohol y coca, amó con locura una y otra vez y nunca pudo vivir su propia vida, con doña Tota, su madre, ni con sus hijas, la fama también le mató de a pocos, tomó lo mejor y lo peor de la vida y vivió todos los extremos, aunque nunca se olvidó de ser cebollita, ni de sus amigos del barrio de su infancia, donde fue un niño pobre detrás de una pelota.
Diego fue un rebelde del fútbol y de la vida. Diego fue un genio en cualquier cancha del mundo y con una pelota en sus pies. En ese territorio fue invencible, conmovedor, un guerrero que aguantó patadas y puñetes sin quejarse nunca. Se levantaba para hacer una diablura y hacer explosionar de felicidad al pueblo tribunero que hoy le llora. Pero en la vida, esa que se lucha y se logra con esfuerzo y sacrificio, Diego no fue para nadie un ejemplo. Solo nos hizo latir el corazón.
Que esa vida exagerada sea una reflexión para los muchachos de hoy, que ese camino oscuro no te lleva a ningún lado, que un deportista de altas cualidades no puede irse del mundo a los 60, es la mala vida que te ahorca, porque a decir verdad, hace años, ya Diego estaba muerto de tristeza y daba pena verlo y escucharlo, obeso, enfermo y con los ojos desorbitados.
Quizás nunca más volvamos a ver un genio como Diego. Por ahora, yo quiero recordarle en el aire con esa zurda brutal disparando una pelota.
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